(Publicado en la sección “Psicoanálisis y Ley” del portal El Sigma.com con fecha 13/6/2011; en Orientar... Expandiendo Conciencias con fecha 18/6/2011; en Reflexiones sobre Educación con fecha 23/6/2011; en Praxis Psicológica de julio de 2011; en Anaclíticas Memorias Psicoanalíticas con fecha 22/8/2012 y en La Silla del Coordinador con fecha 18/9/2013)
PSICOANALISIS Y LEY: LA MALA PRAXIS PROFESIONAL
Los psicoanalistas, con motivo de su práctica, se encuentran sujetos a las leyes y normas jurídicas vigentes, siendo civilmente responsables ante lo que se conoce como mala praxis profesional. Por ende, deben obrar con el máximo de prudencia y conocimiento en el despliegue de su puntual actividad especializada. Ahora bien, sabemos que en nuestro país no existe el título universitario de psicoanalista, siendo una disciplina que fundamentalmente ejercen los psicólogos y los médicos, capacitados para ello y con la debida formación. Ya Sigmund Freud colocaba el acento en la exigencia de que no pueda ejercer el psicoanálisis nadie que no haya adquirido títulos para ello mediante una determinada preparación. Y entendía que dicha formación se obtenía por medio de la práctica y del intercambio de saberes en las asociaciones y entidades psicoanalíticas (ver en Obras Completas: “¿Pueden los legos ejercer el análisis?”).
Existe una unidad conceptual y de presupuestos comunes aplicables a quienes se aparten de lo prescripto por la normativa imperante; a saber: la imputabilidad, la causalidad, la dañosidad y la antijuricidad. El concepto de responsabilidad profesional está íntimamente ligado al de imputabilidad, sobre la base de dos factores de atribución: la culpa y el dolo. Ambos factores se vinculan a una operación intelectual de previsión, sea bajo la forma de un efectivo haber previsto (dolo) o de un virtual haber podido prever (culpa). Así, la idea de culpa está dada por actuar con negligencia, imprudencia e impericia; mientras que el concepto de dolo se refiere a la voluntad deliberadamente desplegada hacia un resultado de antijuricidad. Negligencia es la desatención a lo que el específico saber aconseja; imprudencia es el acto u omisión llevado a cabo con ligereza; e impericia es la falta de experiencia y de conocimientos técnicos.
En segundo lugar, la responsabilidad civil siempre presupone una relación de causalidad entre la posible conducta antijurídica del analista y sus consecuencias dañosas. El principio general es el siguiente: cuanto mayor es el deber de obrar con prudencia y pleno conocimiento profesional, mayor será la obligación que resulte de las consecuencias posibles de los hechos. Todo se reduce a la teoría de la causalidad adecuada, referida solamente a aquellos daños que guarden una apropiada y ajustada conexión causal con el hecho generador de la responsabilidad. Difícilmente pueda verificarse un daño en el paciente —sea moral o material, directo o indirecto— si el profesional del psicoanálisis cumple con sus obligaciones básicas, tales como son el deber de abstinencia, de confidencialidad y de proporcionar el tratamiento adecuado, dirigido a lograr un cambio en la posición subjetiva del analizante.
En cuanto a la dañosidad, no se puede incurrir en responsabilidad civil ninguna si el proceder del facultativo no es causa de un perjuicio o menoscabo material o moral. Cabe acotar, siguiendo a Alfredo Orgaz, que se exige la lesión de un interés jurídicamente protegido para poner en funcionamiento la responsabilidad de un psicoanalista en el ejercicio de su profesión. Además, en el caso concreto de existir algún perjuicio hacia el paciente, solamente corresponde considerar los daños y perjuicios presentes y los futuros-ciertos, y nunca aquellos daños meramente eventuales o hipotéticos. La carga de la prueba recae, obviamente, en quien reclama los supuestos daños sufridos. A la vez, cuando la realización del acto por parte del profesional conduzca a resultados desproporcionados en relación a su gravedad, la aludida carga probatoria se invierte y es el propio analista quien debe acreditar su inocencia.
Finalmente, la antijuricidad no tiene otro paradigma que la transgresión concreta de la ley o, mejor aún, del plexo normativo que rige la actividad de los psicoanalistas. Hacíamos referencia al cumplimiento de las obligaciones a su cargo; y decimos entonces que esos deberes —que encuadran la conducta profesional dentro de claros y específicos principios éticos— son obligaciones de medios y no de resultado (y mucho menos obligaciones de garantía). La prestación debida por los facultativos del psicoanálisis consiste en poner los medios, la prudencia y la diligencia (el saber-hacer) en el ejercicio de su actividad, lo que se conoce como obligación de medios. No puede exigirse nunca la obtención de un resultado determinado y concreto (obligación de resultado), ni mucho menos el absoluto aseguramiento de resultados aún incluso frente al caso fortuito (lo que se conoce en la doctrina como obligación de garantía).
La ética profesional se sostiene sobre la oferta de un saber sólido y consistente; actitud que supone el mantener una buena distancia simbólica dentro del encuadre que la práctica requiere para su adecuada concreción. Obviamente, las demandas de amor son latentes y habitualmente se insinúan por debajo de lo manifiestamente explicitado. Más allá de los estilos personales de cada analista, de lo que se trata siempre es de preservar un estricto intercambio significante. Entendemos, entonces, que el trabajo profesional del psicoanalista debe sostenerse sobre el trasfondo de una tenue transferencia positiva sublimada —inevitable en todo vínculo— la que debe ser percibida con cierta claridad al operar en este campo específico; es decir, concientizarla para así no actuarla. Toda transferencia no despejada suele perturbar la actividad concreta del psicoanalista, distorsionando la pertinencia en su tarea puntual.
Juan Manuel Rubio sostiene que la adecuada formación psicoanalítica se asienta sobre cuatro pilares: a) el análisis personal o análisis didáctico; es decir, la experiencia de lo inconsciente vivida en transferencia; b) el análisis de control, llevado a cabo mediante la supervisión de casos cuya práctica se efectúa no de modo aislado, sino como un trabajo sostenido que hace a la propia preparación profesional; c) el estudio constante de los textos sobre la materia (seminarios, grupos de trabajo, programas de formación, cartels, etc.); y d) el intercambio institucional, o sea la relación con otros analistas en una entidad determinada y la realización en ella de actividades teórico-clínicas. La suficiente experiencia para la práctica psicoanalítica se ha de lograr, por ende, cuando el analista se halle habilitado a dar testimonio de ella ante algunos otros, dando razones de sus actos, formándose así un lazo entre teoría y clínica.
Quienes brindan servicios profesionales deben poseer los suficientes conocimientos que les posibiliten ocupar con holgura el lugar del saber. No obstante ello, la humildad supone la resignación de fuertes fantasías de omnipotencia, configurando un valor relevante en la práctica analítica. De allí la importancia de aceptar que otro colega pueda resolver lo que a un analista se le escapa, supone una conducta de integridad ética y se evitan de tal modo perjuicios a los consultantes. Para finalizar, subrayemos que las relaciones profesionales que comienzan y se desarrollan sobre el trasfondo de una confusión de lugares, concluyen desvirtuando finalmente los objetivos que se proponen. Por eso es tan importante sostener el encuadre o dispositivo profesional, dado que éste garantiza la posibilidad de un adecuado despliegue de esta práctica tan especializada En síntesis: ello hace a la transparencia del vínculo.
RONALDO WRIGHT
www.ronaldowright.com
lunes, 13 de junio de 2011
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